HONORABLES SE„ORAS

 

 

               La pensi—n se ubicaba en un edificio de cuatro pisos y yo iba al śltimo. Hasta tres la Intendencia no exige ascensor; recogi— por ello mis maldiciones. Porque es posible que los escalones fueran demasiado altos o, simplemente, que fueran demasiados, lo cierto es que cuando me enfrentŽ a la puerta de recepci—n estaba agotado y de mal humor.

 

               La mujer que me atendi—, poco menos que me exigi— certificado de buena conducta antes de dejarme pasar. Cuando se convenci— que era inofensivo, sin mirarme dijo: ŇQuinta pieza al final del pasilloÓ. AvancŽ por Žste, teniendo a mi costado una ringlera de melanc—licas tulipas.

 

               Golpee, abri—, vi su gesto desconfiado, me recorri— de arriba abajo y reciŽn sonri—: nos confundimos en un abrazo. Mientras lo estrechaba no sŽ porquŽ me reconfort— la idea de que todav’a conservaba su arrogancia. As’ lo conoc’ en Facultad.

 

               Ya adentro, antes de sentarme, pretend’ iluminar m‡s la pieza abriendo los postigones; atr‡s m’o su voz me disuadi—: ŇNo te molestes, las bisagras est‡n oxidadas, ni Cristo las mover’aÓ Resignado, y mientras Žl preparaba el mate, echŽ una mirada a mi alrededor: el retrato de sus padres a la cabecera de la cama, a la derecha una hoja de votaci—n enmarcada recordaba su paso por la pol’tica, en un rinc—n una garrafita, al costado de su mesita de luz se amontonaban diarios en el suelo. Todo era un poco triste y los muebles no levantaban ‡nimo. EspeculŽ sobre las razones que lo habr’an llevado a tan bajo escal—n, dejŽ de especular cuando recordŽ que hac’a veinte a–os que no nos ve’amos.

 

               Postergando para posteriores visitas nuestros avatares, incursionamos sobre los compa–eros de Facultad. Aqu’ le llevaba ventaja porque no me hab’a movido de Montevideo y todo fue bien mientras me limitŽ a sus matrimonios, empleos, vida profesional. Pero cuando mencionŽ a uno cuyo nombre estaba en el candelero por presuntos actos de corrupci—n me par— en seco: ŇNo sigas, no me interesa la pol’ticaÓ y su tono no admit’a rŽplica.

 

               PasŽ entonces al ’tem mujeres, suponiendo que aqu’ se encontrar’a c—modo ya que conoc’a sus Žxitos –adem‡s de un matrimonio que dur— seis meses y un muestrario de infidelidades que acabar’a con el mismo- respaldados en su pinta, un apellido patricio, labia y una estancia en Salto; todo lo cual suscitaba cierta envidia entre los hombres y le convert’a en fruto tentador. Le recordŽ por ende, las tres o cuatro compa–eras que hab’an excitado nuestra joven y pujante fantas’a. No tuve suerte.

 

               Sin levantar la vista del mate que estaba tomando me respondi—: ŇSabŽs que no las recuerdo en absoluto?Ó. Ante esto quedŽ mudo primero y me irritŽ despuŽs, porque era una reverenda mentira. SimulŽ no haber escuchado y volv’ a la carga. Y ahora c—mo te va con ellas?. ŇEn estos momentos no puedo dedicarle tiempo algunoÓ.

Pod’a haber alargado aquello con un Y cuando pasen estos momentos?, pero el tema no daba para m‡s.

               De la hora restante s—lo me qued— lo siguiente. En determinado momento, me mir— con aire c—mplice y se llev— el ’ndice a sus labios orden‡ndome silencio, luego lade— la cabeza hacia la puerta, las orejas parecieron crecerles, escuchaba atento, mas aśn, creo que trataba de adivinar quŽ estaba ocurriendo en el pasillo.

 

               Al retirarme, mientras bajaba, hubo un momento en que dudŽ en volver, si me decid’ a hacerlo fue por agradecimiento. En las veces que lo visitŽ en el campo, del que se hizo cargo a la muerte de su padre, me hizo gustarlo. Y era ese descubrimiento de una salida de sol, de una helada que lo cubre todo, del olor de la tierra tras la lluvia que corta una larga seca, lo que yo me dispon’a a pagar.

 

               TardŽ unos d’as, y cuando lo hice me sorprendi— el recibimiento. La mujer era la misma pero su desconfianza hab’a desaparecido. M‡s aśn, sonri— y me hizo pasar.

 

               ŇNo veo por quŽ te asombras. Antes eras un extra–o, pod’as haber sido un asaltante. La pensi—n est‡ habitada por once mujeres y un solo hombre, c—mo queres que te recibiera?. Solo que despuŽs que te marchaste me encarguŽ de ilustrarlas sobre ti, c—mo te hab’a conocido, quiŽn eras. Escucharon y te aceptaron. Ahora eres uno de los nuestrosÓ. QuŽ significaba lo śltimo, no se.

 

               Lo que sigui— fue un muy largo y animado mon—logo sobre el tema de su salud. Tuve que resignarme as’ a que durante la hora siguiente se explayara sobre c—mo le colocaron tres by-pass, de las ma–anas, tardes y noches de su internaci—n. Confieso que los momentos previos a la intervenci—n me parecieron apasionantes, pero lo que sigui— –mandobles a las enfermeras, conflictos con sus ocasionales compa–eros de pieza- simplemente me aburri—. LleguŽ a preguntarme cu‡nto faltar’a para saldar mi deuda.

 

               Por suerte, toses y carrasperas le hicieron abandonar sus recuerdos y tuve yo que animar la conversaci—n. No fue agradable. LamentŽ entonces no haber pasado nunca por un sanatorio –por lo que el estruendo de los carritos a las seis de la ma–ana me era ajeno- y recurr’ a mi śnico juicio penal, śnica saz—n de mi vida profesional.

 

               DespuŽs de ilustrado sobre c—mo llegara a mis manos –una confusi—n de apellidos que aclarado no mell— la confianza de mi cliente- lo resum’ as’: un matrimonio sin hijos que comparte la casa con la cu–ada de Žl, una ma–ana aparecen asesinadas las mujeres y el hombre se presenta en la comisar’a declar‡ndose culpable. Nada m‡s simple, nada m‡s complicado. El hombre justificaba sus muertes en el hecho en que Ňeran pegajosasÓ.

 

               Pues bien, me llev— un par de meses hacerle entender que no se mata a nadie por ser pegajoso, que el hecho tuvo que ser la culminaci—n de una serie de encontronazos, por lo que lo mejor ser’a argumentar un rapto de insania. Puedes creer que s—lo lo acept— ante la perspectiva de treinta a–os de c‡rcel? ŇPamplinas, insist’a, no hubo tales encontronazosÓ

 

               Aqu’ hice una pausa que aprovech— Žl para hacer baza. Y lo hizo en tono agrio; ŇQuiŽn eres tu para opinar? QuŽ sabes lo que pasaba en la casa? Claro que pudo no haber encontronazos y sin embargo vivir en un infierno. Ellas te roban tu silencio, te roban tambiŽn tu privacidad, est‡n dentro de ti y sus manos recorren en forma obscena. Pegajosas? Se qued— corto, yo la llamar’a viscosasÓ.

 

               Ante tal reacci—n –y juzgando inśtil discutir- me lancŽ a navegar en aguas menos tormentosas. Y as’ divaguŽ sobre la GenŽtica y sus posibilidades, la discutible existencia de agua en la Luna y vida en Marte, la posibilidad de vivir doscientos a–os. Cuando nos despedimos me acompa–— hasta la puerta de recepci—n. All’ me retuvo y mir‡ndome muy serio, en un susurro, insisti—: ŇRecuerda: eran viscosasÓ: Me fui pensando que algo no marchaba bien en la cabeza de mi amigo.

 

               Ya en la calle crucŽ y observŽ el edificio. El holl’n de los escapes hab’a hecho estragos en sus paredes y ahora era una masa sombr’a que contrastaba con los modernos y asŽpticos linderos. Daba la impresi—n de ser un monstruo agazapado.

 

               Sin embargo en su haber deb’a anotarse la sabidur’a del arquitecto que lo levantara, dado que el solar era un pa–uelo. Esto explicaba lo estrecho de su escalera, lo estrecho de su pasillo, las piezas circulares que avanzaban sobre la vereda. Supongo que en las refacciones posteriores que lo desvirtuaban, Žl no hab’a tenido ni arte ni parte. Tales especulaciones se cortaron cuando vi, que desde aquel, muchos ojos me estaban observando. Entonces todo se uni— para interesarme en quien lo construyera: mi amigo y sus afirmaciones, el mujerer’o de sus tres plantas, lo extra–o del edificio mismo y por quŽ no?, su siniestra apariencia. Ahora, si en todo arquitecto hay un exhibicionista, me atrev’a a arriesgar que, en este caso, tambiŽn hab’a un t’mido. Coincidencia de los opuestos que, en mitolog’a, hace a Dios hermano de Sat‡n o a Žste la sombra de aquŽl.

 

               Y ten’a raz—n, di con el nombre –Hans Goldenberg- se escond’a a la sombra de una moldura como si quisiera desligarse de su obra. Esto volvi— a expoliar mi curiosidad. En forma imperiosa quise saber quiŽn hab’a sido. Y as’ me lancŽ a una aventura que iniciada en la Sociedad de Arquitectos terminar’a en una casita de Jardines del Hip—dromo, a la sombra de una parral y en plena resolana.

 

               Lo que pude conseguir de la primera fue pobre. ŇEs posible que haya ejercido su Hans Goldenberg pero nuestra computadora no lo registra. De haberlo tuvo que ser antes de 1960. Vaya a la secci—n Archivo y dar‡ con su ficha, si es que las ratas no le ganaron de manoÓ. Su poco entusiasmo me hizo desistir y suponiŽndolo alem‡n me presentŽ en el Consulado. AcertŽ.

 

               All’, un empleado con voz impersonal, me inform— que hab’a nacido en Munich el 5 de enero de 1925, se recibi— de arquitecto en la misma ciudad en 1947, lleg— al Uruguay el 10 de abril de 1955 y fallece el 19 de agosto de 1963 de un paro card’aco, segśn el certificado de defunci—n de la polic’a uruguaya. Lo śltimo me molest— y muy serio preguntŽ: es que ustedes lo dudan?. No obtuve respuesta. Y as’, rabiando, decid’ seguir adelante.

 

               Fueron Marlowe, HŽrcules Poirot y Sam Spade, los que me empujaron a la Biblioteca Nacional. Pero los diarios de la Žpoca s—lo sirvieron para confundirme: trazaban un arco donde en uno de sus extremos estaba ŇEl D’aÓ y en el otro ŇLa TribunaÓ. Mientras el primero, fiel a su estilo, limitaba la noticia a una docena de l’neas, cerr‡ndola con el certificado del forense, la śltima le dedicaba un titular a cuatro columnas, un cuarto de p‡gina y un par de fotograf’as. Una, la de la pieza de Goldenberg, mostraba, como algo curioso, una gran sv‡stica pintada en la pared que daba hacia el este; la otra era un retrato de aquŽl. La observŽ con el ah’nco que hubiera puesto un disc’pulo de Lombroso, conclu’ desalentado que habr’a millones de alemanes con rasgos similares.

 

               Lo que no ten’a desperdicio era el texto. No se sab’a bien d—nde terminaba lo real y d—nde comenzaba la fantas’a. Calificaba a la pensi—n de segunda categor’a, enfatizaba su vejez y su oscuridad, ubicada como inquilinas a once mujeres –todas viudas o divorciadas- y un hombre, due–o y casero a la vez, insinuaba perversas relaciones y remataba con un golpe bajo: ŇAl muerto se le encontr— desnudo, los ojos muy abiertos llenos de terror. Presentaba mordeduras que, en algunos sitios, hab’an desgarrado la carneÓ: Puntualizaba, en fin, que en la pensi—n no exist’a perro alguno. Comenzaba a entender al Consulado.

 

               TomŽ nota de quiŽn estuviera a cargo del procedimiento. Tuve suerte a medias. El hombre hab’a muerto pero su hijo viv’a en una casita en Jardines del Hip—dromo. Y all’ me hice presente. Fue f‡cil soltarle la lengua porque el mismo lo estaba pidiendo. Quer’a descargar pero necesitaba de alguien inteligente que lo sacara de su laberinto.

 

               Lo esencial de lo que dijo, bajo el parral y en le resolana de la tarde, puede resumirse en pocas l’neas, si por el camino dejamos algunas largas reflexiones sentimentales que matizaron su desandamiento.

 

               ŇCuando el hecho, yo ten’a tan solo diez a–os pero, adorando a mi padre, era un lector apasionado de las p‡ginas policiales. Estaba curado de sus truculencias, sin embargo, lo del arquitecto Goldenberg, me marc—. Por much’simo tiempo fui acosado por pesadillas que mostraban un cuerpo desnudo, ojos desencajados, jirones de carne. Incluso alguna vez su rostro avanz— hacia miÓ. Aqu’ no pude dejar de re’rme y sacudirle un: Que imaginaci—n terrible! Me mir— como quien mira a un estśpido y sigui—. Por suerte, mi ingreso al Secundario las fueron espaciando hasta hacerlas muy raras. Supongo que durante esas pesadillas me puse en contacto con otra realidad; quiz‡s estuve a dos dedos de develar el misterio.

 

               Todo esto explica por quŽ, cuando muchos a–os despuŽs, siguiendo las huellas de mi padre, entrara en la Polic’a, uno de mis primeros pasos fuera consultar el Archivo. Tarea inśtil. El expediente comenzaba por una descripci—n del escenario (nada en particular salvo la sv‡stica), segu’a con un par de l’neas sobre el muerto (nada en particular) terminaba con el interrogatorio de cada una de las once mujeres que, una tras otra, reiteraron las mismas frases: ŇYo dorm’a profundamente; no, no escuchŽ nada raro antes de acostarme; el arquitecto era una persona intachable; no, no recib’a visitasÓ.

 

Pero quien lo encontr— hizo una observaci—n: ŇEn la pieza hab’a un perfume delicado, de mucho precioÓ Y aqu’ termina todo. Ignoro porque no se trabaj— ni sobre la sv‡stica ni sobre el perfume. El certificado de defunci—n puso una l‡pida a las actuaciones.

 

               Una semana m‡s tarde visitŽ la pensi—n. Todav’a funcionaba como tal y lo que me pic—: quienes la habitaban eran once mujeres y un hombre. Cuando comentŽ con mis compa–eros m‡s veteranos tal reiteraci—n recib’ un ŇNo te metasÓ. Y lo dijeron muy serios. Y Žste es tambiŽn mi consejo: no se metaÓ.

 

               Nos despedimos, me acompa–— hasta el portoncito, alabŽ su peque–o huerto. Ahora hab’a refrescado.

 

               Sus tres śltimas palabras martillaron mi vuelta. No le encontraba sentido. Mecerme en quŽ? Y si ello implicaba cuidar de mi vida cu‡l ser’a el peligro? Y as’, con la cabeza hecha un bombo fui a la cama. Un par de tabletas borraron poco a poco la pensi—n, al Comisario y su hijo, tambiŽn a la casita de Jardines del Hip—dromo.

 

               Al otro d’a volv’. Estaba ansioso por compartir lo recogido, no lo encontrŽ. Me recibi— en cambio una mujer que insisti— en que lo esperara en su pieza. No supe rechazar la invitaci—n.

 

Si cuando entrŽ eran la diez de la ma–ana y me encontraba de buen humor y fresco, al retirarme –all‡ por el mediod’a y sin noticia alguna de mi amigo- lo hice con mucho fastidio y mareado. Lo śltimo porque fui dŽbil ante la botella de whisky que pusiera sobre la mesa, lo primero porque no tardŽ en descubrir que sab’a todo sobre mi, arrancando desde mi infancia –que despach— en una docena de frases haciendo hincapiŽ en mi formaci—n salesiana- hasta el momento actual que sintetiz— en un: ŇSigue sin compromisoÓ Lo molesto estaba en el medio: aludi— a vuelo de p‡jaro a mi pasaje por Facultad y a mi vida profesional, pero demostr— ser una erudita en mis Žxitos y fracasos sentimentales. ProcurŽ no darle importancia a tal sabidur’a. Las m‡s de las veces me hice el sordo, otras permanec’ callado, en alguna oportunidad, por cortes’a, descend’ a una sonrisita c—mplice.

 

               Mas dif’cil fue soportar sus avances. Al llenar el vaso –y no ten’a ninguna noci—n de la medida- aprovechaba para apretar contra mi sus adiposidades, envolverme en un perfume barato; y se inclinaba en tal forma que permit’a ver sus pechos colgando y algo m‡s.

 

               En consecuencia con tales avances, no result— nada extra–o, al retirarme, que enlazara su brazo y me escoltara con orgullo por el pasillo, exhibiŽndome como un trofeo reciŽn conquistado. Era conciente que detr‡s de cada puerta que pas‡bamos hab’a alguien que la envidiaba.

 

               Ya en la calle pude volver a mi apartamento pero optŽ por instalarme en el bar de la planta baja. Buscaba enriquecer un follet’n que se me antojaba g—tico.

 

               Algo consegu’ gracias a lo que me arrim— el mozo, un hombre de mediana edad y al que convenc’ mediante una propina que cuadriplicaba la factura.

 

               ŇAl mujerer’o que alquila encima no lo conocemos, nunca les vimos las caras, viven encerradas. Si, son gente tranquila, no se las oye. Sin embargo, hace un par de a–os, pas— algo que hizo que las mir‡ramos de otra manera. Escuche bien. Nos llega un pedido, quien lo lleva es un muchacho reciŽn salido de las chacras, golpea discretamente, pero la mano que asoma al entreabrirse la puerta no toma la bandeja sino el brazo extendido e intenta atraerlo adentro. Y lo hace con fuerza. Lo que sigui— fue un grito, un fuerte sacud—n y un bajar volando por la escalera. Desde ese d’a los pedidos, que son muy raros, los lleva el patr—n. Nosotros nos hemos negado, les tenemos miedoÓ. Cuando sal’ me fui preguntando d—nde hab’a ca’do mi amigo y eso urgi— mi necesidad de verlo. Di con Žl una semana m‡s tarde.

 

               Al entrar, luego de echar una mirada a los postigones, me choc— el desorden de la pieza y la presencia de una mesita con media docena de vasos y un par de botellas de un muy buen vino. HablŽ entonces de fiestita. Al obtener la callada por respuesta pasŽ a ponerlo al d’a sobre el resultado de mis investigaciones. Es decir, sobre la vida, pasi—n y muerte del arquitecto Hans Goldenberg, el serrallo que alguien insinuara y la versi—n de ŇLa TribunaÓ sobre el aspecto del muerto.

 

               El me escuch— sin interrumpirme, no se le movi— un pelo, pero cuando habl— oscil— entre lo paternal y lo c‡ustico.

 

               ŇTodos tus pasos, no exentos de una curiosidad malsana, te los hubieras ahorrado, si en lugar de obrar por tu cuenta, los conversas conmigo. No me dices nada nuevo y algśn dato es simplemente falso. ŇUn brazo que se extiende por la puerta entreabiertaÉÓ, vaya idiotez. Las mujeres de aquella Žpoca, como las de ahora, eran unas honorables se–oras. Est‡ claro?

 

               No, no estaba claro, pero la firmeza de su tono ahorraba toda discusi—n. All‡ Žl si cre’a convivir con once damas de la Cofrad’a de Nuestra Se–ora de la Inmaculada Concepci—n.

 

               ŇY existen hechos de los cuales no tienes la menor idea. Goldenberg, adem‡s de arquitecto, era un gran lector y estaba impregnado de un sentimiento religioso muy cerca de lo m’stico. El tipo de aquellas lecturas pauta los muchos elementos simb—licos que vuelca en el edificio: la escalera, el nśmero de escalones, instalar la recepci—n en el śltimo piso, que las piezas sean doce. Y hay mas. En cuanto a la sv‡stica que tanto te sorprendi— es simplemente el sol en la cultura hindś.

 

               Y esto nos lleva a otra cosa. El cree, con pasi—n fundamental, que el śnico camino de alcanzar la iluminaci—n es la mujer. Y le rinde homenaje en el templete de Venus y en el friso que recorr’a todo el frente y que hoy han desaparecido. Triunfo que la Iglesia alcanz— s—lo a su muerte.

 

               Lo que ignoro es si Goldenberg se pliega a un Tantrismo –porque de eso se trata- de la mano derecha o de la izquierda. Es decir, si transmuta la energ’a sexual en puro esp’ritu o si le da libre curso, confiado en alcanzar tambiŽn por esta v’a la ŇbudeidadÓ. Su error, mejor, su grueso error, es que no crea una comunidad, no imparte una ense–anza, acomete una liberaci—n personal.

 

               En fin, las consecuencias eran previsibles. Las mujeres, e insisto, honorables mujeres, que no ten’an la menor idea del papel que jugaban, con el tiempo lo llevan a un quebranto de salud con el final tr‡gico que tuvo.

 

               Cay— y qued— mirando la luz que se filtraba por entre los postigones. Sus ojos se llenaron de l‡grimas. Luego en un susurro: ŇEsta es mi historiaÉ. Y en cierto sentido yo estoy ligado a ellaÓ.

 

               Volvi— a callar pero no por mucho tiempo. Cuando habl— lo hizo con furia. ŇPero tu, Santo Cielo!, quŽ te hizo meter la nariz?. Ya en el consulado debiste sospechar algo. Los alemanes son pacientes, no dejan cabos sueltos Ňsegśn la Polic’a uruguayaÓ no es una afirmaci—n capciosa como cre’ste. Detr‡s de la misma se esconde, y no lo pongo en duda, su propia investigaci—n. Y lo de ŇLa TribunaÓ por quŽ descartarla? te tomaste el trabajo de hablar con el periodista, o quienes lo conocieron?. Vaya investigadorÉ

 

               Y llegamos a los Jardines. Fue tu śltima oportunidad. Pero otra vez fuiste sordo, ciego y adem‡s estśpido. Sin saber, te estabas acercando al horror y te lo advirtieron: ŇNo se metaÓ. Con dos dedos de frente, calibrando la frase, debiste concluir que Žl sab’a m‡s de lo que te dijo. Te abri— los ojos como no lo hizo conmigo. El me dej— ser Hans Goldenberg.

 

               Cansado se dio un respiro. Luego se puso de pie. Su frase vino con desprecio Bah! para que seguir. All‡ tś, porque yo me voy.

 

               Del ropero sac— una valija que tir— sobre la cama. Dentro de la misma fue amontonando su ropa. Hecho esto se dirigi— a la puerta y la abri—. Irrumpieron entonces un mont—n de mujeres. Las mismas se abrieron para dejarlo pasar pero, cuando quise seguirle, cerraron filas. Comprend’. Ya no me estaba acercando, ya estaba frente al horror.

 

                                                            II

 

               Los dos hombres conversaban y a cierta altura el due–o de casa pregunt—:

 

-         Y c—mo logr— convencerlo?

 

        - No lo hice, el me lo propuso. Quer’a, son sus palabras, rastrear el caso desde adentro. Habl— de secretos y confidencias que van pasando de boca en boca, de generaci—n en generaci—n. Son una masa rica y dentro de la misma, puede –y todo es cuesti—n de paciencia y atenci—n- surgir un dato que develara el misterio. Apostaba, que cuando sucediera, descubrir’a aquelarres, celos, despechos, rencores. Lleg— a llamarlo Ňel gran horrorÓ

 

        - No creo que descubra nada. Las se–oras honorables son muy reservadas. Como no me gust— el retint’n con que lo dijo me toc— a mi enfatizar.

 

- Exacto. Se trata de honorables se–oras.

 

- Cambiando de tema, piensa visitarlo?

 

- No.

 

        - No tiene curiosidad por saber c—mo son sus relaciones con el mujerer’o? Ech‡ndome para atr‡s, me recostŽ en el sill—n de mimbre olvidando mi vaso de cerveza. Y as’, c—modo, alzando la vista observŽ el parral. ŇViene muy hermosoÓ, fue mi respuesta.

 

Tras esto la conversaci—n fue languideciendo. PensŽ, que fuera de la figura del arquitecto Goldenberg, nada me un’a a un hombre que me hab’a usado de carnada. Por eso con la excusa cierta de la hora y lo apartado del barrio me puse de pie.

 

               Me acompa–— hasta el portoncito de entrada. Nos despedimos sabiendo que nunca mas nos volver’amos a ver. CaminŽ. La noche era agradable.

 

 

 

 

 

Montevideo 15/01/97

 

 


IDENTIDAD DEL PARECIDO

 

 

               De muy ni–a ya me preguntaba si mis padres eran verdaderamente mis padres o si me hab’an adoptado. No me reconozco en ellos y, por supuesto, tampoco en mis hermanos. Peor aśn, en aquella escalera ocupaba el śltimo pelda–o, quien me preced’a era diez a–os mayor y eso acrecentaba mis dudas.

F’sicamente estaba muy lejos de todos: italianos del sur, tez mate, cabellos negros, pero de un negro retinto y brillante, formidables narices, amigos del bel canto y de las pastas, mi familia. Frente a tal galer’a a quiŽn sal’a yo flacucha, de un rubio que llamaba la atenci—n, con un rechazo total hacia las pastas y, que de cantar, estaba mas cerca del balido del cordero?, Incluso mi car‡cter era diferente: la docilidad de mi madre y hermanos frente al autoritarismo de mi padre no la ten’a yo, una ni–a terca, caprichosa, que toleraba mal que nadie la mandara y, quiz‡s su rasgo m‡s notable, enormemente curiosa.

 

               De las muchas preocupaciones que le di a mi madre en mis primeros a–os, las m‡s importante fue la de dormirme con mis manitos entre las piernas. Nunca quisieron explicarme que hab’a de malo en ello, lo que me motiv— para que lo planteara en plena mesa. Recuerdo que hubo un silencia del cual salio mi padre con un tajante: ŇŔPorque est‡ mal, estamos?Ó. En esa oportunidad no quise, o mejor, no me atrev’ a responder: ŇNo. No estamos para nadaÓ, por respeto buenoÉ tambiŽn por miedo. Ahora, quien carg— con mi correcci—n, fue mi madre. En consecuencia, cuando hac’a el recorrido por nuestros dormitorios, era ella quien se deten’a junto a mi cama, y con delicadeza las retiraba coloc‡ndolas sobre las frazadas.

 

               Lo que ven’a junto a tal vigilancia eran sus reiterados retos pero que, al no hacer mella en mi tozudez, la llev— a quejarse ante toda la familia. Recuerdo que en esa oportunidad mi padre me amenaz— con dejarme la cola ardiendo por muchos, pero por muchos d’as. Y mis hermanos, reiterando su animadversi—n, aportaron su cuota de sadismo sugiriendo que me cortaran las manos unos, que la encadenaran a la cabecera de la cama otros. Tales aportes, mera expresi—n de su envidia, me parecieron tremendamente estśpidos pero, sin embargo, me hicieron reflexionar: estaba disgustando a mis padres y eso no me gustaba por lo que decid’ cortar por lo sano, y al domingo siguiente, descargando mi pecados, ped’ ayuda a mi confesor.

 

               Lo que aport— el mismo no fue nada śtil. Mientras mi cargo de conciencia era el disgusto que causaba, Žl yendo m‡s all‡ se preocupaba de mi alma, de un pecado sucio que llamaba al diablo en persona. ŇComo no te corrijas veo crepitar tu cuerpo en el fuego eterno del infiernoÓ concluy—. Decepcionada en lo principal temblŽ ante tal tenebroso futuro, de ah’ que no encontrara nada caro pagar mi absoluci—n con tres avemar’as y una vuelta de rosario. Lo lamentable fue que no me correg’. Esto hizo que luego de insistir por un mes –aumentando las cuotas de mi penitencia- concluyera resignado que ya ten’a el demonio incorporado, y que la śnica forma de expulsarlo era castigando mi cuerpo, azotar’a Žste hasta hacerle saltar sangre. Lo que me pareci— un precio demasiado alto, por lo que decid’ contarle todo a mi madre. Con mucho tino aconsej— que cambiara de confesor. Nunca estuvo m‡s acertada.

 

               Cuando aquella ma–ana, hincada, bajos los ojos en se–al de arrepentimiento, entrelazadas las manos, me explayŽ sobre mi vicio, los disgustos que atra’a y la conclusi—n a que hab’a llegado mi anterior confesor, me lleg— como respuesta una voz muy joven, simp‡tica, entradora, que puso las cosas en su sitio: ŇNo te preocupes, aunque procura enmendarte, tu mal h‡bito pasa con los a–osÓ. Y cerr— el asunto. Por mucho tiempo segu’ confes‡ndome con Žl. Cuando no ten’a pecados los inventaba, en mi bobera trataba de meter esa voz dentro de un cuerpo. M‡s aśn, busquŽ ser la śltima para verlo pero no tuve suerte, siempre hab’a tres o cuatro despuŽs, sospecho que animadas por el mismo prop—sito. Desgraciadamente un d’a despareci—, supimos que lo trasladaron, nunca supimos la causa.

 

                                                            II

 

               Pero mi Žpoca m‡s borrascosa, y de la cual mis padres nunca tuvieron noticia fue, cuando ya algo m‡s crecida, y dado lo d’scolo de mi car‡cter, me pusieron a pupila en un colegio dirigido por monjas alemanas, presumiendo que Žstas, por su nacionalidad, me har’an marcar el paso. Y no les faltaba raz—n. Aquellas mujeres corpulentas, muy altas, muy rubias, de caras chatas y escaso sentido del humor, en verdad impresionaban. Y sin embargo no tardŽ mucho en hacerme popular. Presumo que fue porque era tan rubia como ellas, despierta, linda y de una inquietud que les hac’a dif’cil mi domesticaci—n, entrar en caja. Desgraciadamente, mi curiosidad rest— mucho esa simpat’a.

 

               Ya a los pocos d’as de alternar entrŽ a preguntarme quŽ ten’an bajo sus h‡bitos. Porque lo cierto era que los mismos me impresionaban: muy holgados, al ponerse en movimiento aquellos enormes cuerpos, le impon’an un aleteo muy elegante. Desde ese momento comenz— mi persecuci—n.

 

               Aprovechando un descuido, o mejor, de inclinarse por cualquier motivo, r‡pidamente mi mano se extend’a y procuraba levant‡rselos. Ante tal impertinencia obtuve variadas respuestas. Las m‡s j—venes entendieron mis seis a–os y se limitaron a ponerse rojas y decir: ŇNi–a, eso no se haceÓ a las maduras se le import— un corno mi edad y , con fruici—n, precedieron a retorcerme una oreja hasta pedir por todos los santos; no falto, en fin, la que me diera vuelta la cara de un soberbio bofet—n. Pese a tales reacciones a la larga satisfice mi curiosidad: comprobŽ que debajo de tan amplio h‡bito usaban una pollera como todas las mujeres, lo que llev— a preguntarme si en los meses de calor las segu’an usando.

 

               Hoy creo que en esos a–os yo no estaba muy en mis cabales, al insistir en algo que me pod’a llevar a un castigo muy lejos de avemar’as y rosarios. Limpiar a fondo los ba–os o dejar como espejos los pisos de los dormitorios era otro, y no se les pod’a tildar de moco de pavo. Y aqu’, tal castigo, no bajaba de quince d’asÉ la primera vez.

 

 

 

               Presumo que iba hacia eso de no mediar una monja muy joven, que compadeciŽndose, y, solidaria con mi curiosidad, me invit— a satisfacerla. Hermoso gesto tuvo.

 

               Los d’as de calor que yo esperaba irrumpieron en la primera quincena de diciembre, de ah’ que fuera por esa fecha que me hizo subir a su celda. Ello ser’a a la hora del recreo.

 

               Ahora bien, para llegar hasta aquella, yo ten’a que recorrer parte del claustro, subir una escalera, atravesar todo nuestro dormitorio. Mi śnico pretexto, de ser detenida, era la bśsqueda de un olvidado pa–uelo. Y por cierto que me pararon, pero lo del pa–uelo funcion—.

 

               Cuando ingresŽ a su celda, un raqu’tico cuartito con una cama, un armario y una silla, y en el que el sol entraba por una desgraciada ventanita, la vi de pie en medio del mismo, muy durita, los ojos cerrados y en actitud de plegaria. Por un momento me impresion— y no supe quŽ hacer. Fue ella quien tom— la iniciativa, fue ella la que, sin moverse, dijo: ŇSal de tus dudas, levanta mi h‡bito y miraÓ: Aśn as’ vacilŽ, despuŽs, en un solo impulso, hice lo indicado. Al hacerlo lo primero que me lleg— fue el olor de un cuerpo reciŽn salido del ba–o; ahora; como aquello era una semipenumbra lo levantŽ m‡s, fue entonces que pude distinguir bien: aquel cuerpo no ten’a nada encima, una carne muy blanca lo dominaba todo. Tal desnudez me dej— sin habla. En ese momento se hizo muy n’tida la visi—n de un Infierno, cuyas mil llamas hac’an crepitar mi carne. DejŽ entonces caer el h‡bito, atravesŽ como una exhalaci—n el dormitorio, volŽ por la escalera y reciŽn resollŽ cuando me reintegrŽ a las otras. El malestar por lo que hab’a visto me dur— muchos, muchos d’as. El recuerdo, en cada uno de sus detalles, lo tengo vivo aśn hoy. Huelga decir que no volvimos a cruzar palabra, al concluir que si yo estaba un poco loca, ella no me iba en zaga.

 

 

                                                            II

 

Cuando extiendo ante mi fotos de mis diez a–os me veo muy alta para mi edad, flacucha, y con una mirada como la de alguien que est‡ pronta para hacer una picard’a. Era jodona y por suerte lo sigo siendo.

 

               Por esa Žpoca, en el colegio, pasŽ a ser una figura muy popular al desaparecer, por desaparecido el motivo, mis salvajes embestidas. Pr‡cticamente todas las monjas quer’an ponerme la mano encima, por lo que sol’a pasar de unas a otras. Ellas me atra’an hacia s’, y me apretaban contra unos opulentos pechos que, hasta ese momento, sus h‡bitos hab’an disimulado muy bien. Y as’, hamac‡ndome de un lado a otro, me ten’an un buen rato. Como eso no me incomodaba las dejaba hacer. Ya me gustaban menos aquellas mojas maduras, que se sentaban aprovechando cualquier oportunidad, y me obligaban a reposar entre sus piernas abiertas, mi cabeza contra el abdomen. Yo les disparaba, pero las muy malditas ten’an una rara habilidad para cazarme al vuelo.

 

 

               M‡s la popularidad apuntada adquir’a otras formas m‡s discretas para manifestarse.

 

               As’, una tarde, hacia principios de setiembre, una novicia, muy pocos a–os mayor, arrincon‡ndome en un ‡ngulo del claustro, me tom— de las manos y me mir—. No dijo una palabra. Luego, al acariciar mis peque–as perlas, coment— con tristeza: ŇYo tuve unas as’, deb’ desprenderme de ellas al ingresar a la OrdenÓ. Sonriendo concluy—: ŇA veces siento como si a mis orejas les faltara algo. Que tonter’a no?.Ó No respond’. Estaba demasiado turbada, adem‡s no hubiera sabido que responderle y menos aśn de quŽ hablar. Ante mi silencio, en un impulso, pas— r‡pida pero delicadamente, su mano por Žl ovalo de mi rostro y luego, con la misma rapidez, desapareci—. Fue nuestro śnico encuentro. DespuŽs del mismo quiz‡s se escond’a m‡s que rehuirme y un d’a no la vi m‡s. Cuando con toda discreci—n preguntŽ por ella a monjas amigas ninguna sab’a nada. Mucho m‡s tarde alguien me pas— el dato de que la hab’an trasladado. No sŽ.

 

               Quien corri— igual suerte fue mi profesora de Matem‡ticas. Confieso ser muy burra para los nśmeros y mucho m‡s aśn para las f—rmulas algebraicas.. Pues bien, esta santa mujer, en unas clases que duraban hasta las cinco, pacientemente bien pod’a alargarlas mucho m‡s all‡ de las seis. Solas en un sal—n que se iba llenando de sombras, sentada a mi lado, muy juntas nuestras cabezas hasta casi fundir nuestros alientos, en forma paciente, me llevaba de la mano por los cr’pticos caminos de un problema con ecuaciones de segundo grado. Cada alto era un machamartillo del que no sal’amos mientras mi obtusa inteligencia no lo entendiera, para luego s’, seguir adelante. Hoy sigo sin amar el çlgebra pero tengo de la misma, una idea bastante precisa, gracias a una bondadosa mujer que un d’a dej— de ir y fue reemplazada por alguien que no tuvo ningśn empacho en estampar con trazo firme: ŇPromovida. Aplazada en Matem‡ticasÓ.

 

               Por esos a–os el claro favoritismo –que yo nunca busquŽ- los muchos mimos que me prodigaban las monjas, tuvieron la virtud de dividir a mis compa–eras. A casi todas les fue indiferente, pero hubo algunas que se abrieron y comenzaron a mirarme en forma rara e incluso, porque lo supe, a hablar a mis espaldas. Esto me desvel— durante algśn tiempo. Pero, como al examinar mi conducta no encontrŽ reproche alguno que hacerme, optŽ por pasar a cada una de ellas por fino cedazo. Quedaron todas, no val’a nada, olvidŽ.

 

               En compensaci—n a aquel rechazo se me acercaron varias que nunca hab’an mostrado mayor interŽs en mi compa–’a. Ahora no. Ahora me sonre’an, entablaban r‡pida conversaci—n y tambiŽn en forma r‡pida me tomaban de la cintura, familiaridad que no me agradaba, y si no la rechazaba, era por temor a mostrarme grosera. Y en tal modo entrelazadas nos pase‡bamos por el recreo.

 

               Curiosamente tambiŽn esto signific— una etapa, un momento, que pas— muy r‡pido. De la noche a la ma–ana, y sin que mediara pelea alguna comenzaron a rehuirme. Me molest—, claro, pero ten’a demasiado orgullo como para pedir explicaci—n.

 

               Pero a quien nunca entend’, y aśn ahora sigo sin entender, era a la Directora. Comprendo su ojeriza en los primeros a–os ante mis impertinencias infantiles, pero no en el śltimo, cuando estaba por egresar. Lo cierto es que no me perd’a pisada. Como no me la perd’a, ciertas profesoras muy ligadas a ella, que llegaron a atribuirme travesuras a las cuales era totalmente ajena. Lo cierto es, que unas y otras, se las ingeniaron para convertirme en una visitante asidua a la Direcci—n.

 

               LleguŽ a conocer a Žsta de memoria. Una habitaci—n muy alta con techo en bovedilla, pisos de madera que conocieron mejor Žpoca, un escritorio con una pila de carpetas a su derecha, tres banderitas en el centro (uruguaya, papal y alemana), un portarretratos a su izquierda. Todo esto se completaba con un par de sillas (bastante inc—modas por cierto) un par de estantes con libros y una alfombra, que muchos a–os atr‡s, hab’a tenido un lindo dibujo. De la pared principal colgaba un crucifijo y en una lateral, algo escondido, una laminita del Papa. En tan austero ambiente, la śnica nota viva, era una ventana de regular tama–o, tras cuyos vidrios pod’a verse la rama de un duraznero y mas all‡, en el fondo, parte del claustro, en cuyo corredor, alguna monja iba y ven’a absorta en su libro de oraciones.

 

               Si puedo hablar de todo esto śltimo se debe a que, con el correr de las horas, ella, concentrada en su trabajo, iba relajando su rigor, lo que me permit’a, con mucha cautela, darme vuelta.

 

               En esa tediosa espera, m‡s de una vez, mis ojos se dirig’an hacia la mujer y la observaba. Me preguntaba entonces, quŽ tan absorbente era su trabajo como para no permitirse un solo minuto de descanso. Pero tras tal pregunta surg’an otras: ŔquŽ sentido ten’a archivarme en un rinc—n? de haber estado en falta Ŕpor quŽ nunca habl— de ella?. Cuando me retiraba lo hac’a tan ignorante como cuando entrara.

 

               Pero en el lapso de mi estad’a una interrogante se sobrepon’a al resto: ŔquiŽn o quiŽnes estaban en el portarretratos? Hubiera dado todo un pasaje de a–os por saberlo. Claro, pod’a darse la l—gica y encontrarme con la fotograf’a de sus padres, pero aśn as’É

 

                Y una vez me saquŽ el gusto. Alguien llam— a la puerta y la mujer se levant—. Fue darme la espalda y yo, en un par de saltos lo tuve frente a mi. Fue algo tan r‡pido, tan fugaz, como fugaz la imagen que pude recorrer: un par de muchachas, cogidas del brazo, muy sonrientes, una de tez muy mate la otra, bastante mayor, de cutis blanqu’simo y muy alta. Ser’a temerario de mi parte afirmar que la segunda era mi Directora.

 

               Cuando lleguŽ a mi rinc—n estaba desilusionada, no ten’a sentido sacar ninguna conclusi—n, las figuras no aportaban nada sobre la mujer, por lo que, despuŽs de pensarlo un poco, terminŽ encogiŽndome de hombros.

 

               Sin embargo los acontecimientos se precipitaron hacia mediados de noviembre. Recuerdo que en esa oportunidad, cuando me despidi—, no lo hizo con su acostumbrado gesto seco, imperativo, sino que se puso de pie y me acompa–— hasta la puerta. A pocos pasos de la misma, aquella mujer dura, imperturbable, que parec’a tallada en un bloque de piedra, se desmoron—, se vino abajo. Sent’ que una mano de hierro se posaba sobre mi hombro izquierdo y me hac’a girar como un trompo hasta enfrentarla. Luego, inclin‡ndose me estamp— un fuerte beso en la boca; me la dej— doliendo. Aquella descarga de furia termin— tan r‡pidamente como hab’a comenzado. IrguiŽndose, me castig— con un mont—n de palabras que sal’an a borbotones: ŇBruja, eres una bruja, tienes el demonio dentro de ti. Fuera!Ó, grit—. DespuŽs, abriendo la puerta, de un empuj—n me plant— en el patio.

 

 

                                                            III

 

               En la Fiesta de Fin de Curso, que se realizaba en el Sal—n de Actos, las que egres‡bamos, form‡bamos un disciplinado cuadro frente al estrado. Toda la ceremonia era algo muy grave y solemne. Se abr’a con el himno nacional, segu’a con el alem‡n, ambos cantados por el coro de la capilla. Quien presid’a y actuaba como maestra de ceremonias era la Directora. Detr‡s suyo estaba toda la plana mayor de nuestro profesorado, m‡s un representante de la Embajada como invitado especial. A nuestras espaldas, agotando la capacidad del Sal—n, se api–aban padres, parientes, amigos.

 

               No fue un discurso extenso el que abri— el acto. Pero las palabras de nuestra Directora fueron de peso. Puso Žnfasis en los conocimientos que se nos hab’an brindado (el mejor, el m‡s actual, el de tecnolog’a de punta) tambiŽn en la disciplina inculcada, quiz‡s algo dura reconoci—, pero cuyos frutos ’bamos a recoger al avanzar nuestras vidas. Termin— descargando todo su vigor en el aspecto moral: ŇUstedes ser‡n los pilares de la familia, pero de una familia cristianaÓ. Tales conceptos fueron respaldados por numerosas citas b’blicas y p‡rrafos enteros de San Agust’n.

 

Todo esto dicho con enorme fuerza y convicci—n, machacando sobre hierro caliente, tuvo la virtud de dejarme con la boca abierta. Aquella mujer era maravillosa, val’a, y mucho, y yo la admirŽ y el beso pas— a ser entonces un descartable accidente. No importaba, no lo entend’a, ni ahora me interesaba entenderlo.

 

               Luego procedi— a repartir diplomas y obsequiar insignias de nuestro colegio: un recuerdo del que aspiraba que nunca nos desprendiŽramos. Y as’ nos fue llamando en voz alta.

 

               Vi entonces adelantarse hacia el estrado a mis compa–eras. Vi tambiŽn, que en la ceremonia, luego de entregar el diploma, prend’a la insignia en el uniforme. La rśbrica de este peque–o acto era una sonrisa cortita y un beso en la mejilla.

 

               Cuando me toc— el turno me adelantŽ. Lo hice con la vista baja. Estaba muy confundida, incluso se me ocurri— deslizar un ŇPerd—nÓ aunque no supiera bien de quŽ deb’a ser perdonada. En ese estado de ‡nimo sub’ al estrado. La mirŽ con todas mis fuerzas pero ella no se dio por enterada. Se limit— a entregarme el diploma y depositar la insignia en mi mano. Para mi no hubo ni sonrisa cortita ni beso en la mejilla.

 

               Volv’ a mi lugar conciente en que ard’an mis mejillas y que las l‡grimas nublaban mi vista. Ese no era el broche de despedida que yo imaginaba.

 

               Ya en casa, aśn con mi uniforme, aśn con mi diploma, enfrentŽ a mis padres. En sus ojos pude leer muy bien que esperaban una explicaci—n, y ellos pudieron leer en los m’os que no estaba dispuesta a d‡rsela. Salieron del paso poniendo buena cara y pregunt‡ndome si estaba contenta. Yo les respond’ que si, que estaba muy contenta.

 

 

 

 

Ruben Enrique Romano

Montevideo 23/08/95